La Habana, julio.

Veinte años cosidos a retazos
de urgencias, disimulos y rutinas,
veinte años cumplidos, en mis brazos,
con la carne del alma de gallina.
Veinte años de príncipes azules
que se marchaban antes de llegar,
veinte tangos de Manzi en los baúles,
veinte siglos sin cartas de papá.

(…)

Veinte años de mitos mal curados
dibujando Dieguitos y Mafaldas,
veinte vidas hubiera yo tardado
en contar los lunares de su espalda.
Le debo una canción y algunos besos
que valen más que el oro del Perú,
sus huesos son sobrinos de mis huesos,
sus lágrimas los clavos de mi cruz.

Joaquín Sabina.

Toscana, mayo.

 

“God only knows why it’s taken me so long to let my doubts go. You’re the only one that I want”

 

Sus brazos comenzaron a moverse lentamente, al compás de la canción. Uno a uno todos los músculos de su cuerpo seguían las delicadas notas entonadas por Adele. Tenía la sensación de que la música iba más lenta que de costumbre. Conocía perfectamente el ritmo de aquella canción pero también que cuando estaba nerviosa todo a su alrededor iba misteriosamente  más lento.

 

“I dare you to let me be your, your one and only. Promise I’m worth it, to hold in your arms”

 

Ya empezaba a sentir como desaparecía toda aquella tensión acumulada desde aquel horrible día. Con una de aquellas contorsiones que tanto le gustaban, aterrizó suavemente en el suelo de madera, ese suelo que la había visto crecer. Cuando estaba en aquel escenario era capaz de olvidar casi todo. No le importaba que alguien se hubiera colado en el patio de butacas aprovechando la falta de luz sobre él, se sentía sola y en aquel momento no necesitaba más.

 

“I don’t know why I’m scared ,’cause I’ve been here before. Every feeling, every word, I’ve imagined it all”

 

Derecha. Brazos en quinta. Ecarté. La improvisación no era su fuerte pero sin darse cuenta empezó a esbozar una de sus mejores coreografías. No planeaba lo que iba a hacer, sólo se dejaba llevar por las notas, el compás, las palabras…

 

Múnich, abril.

Múnich, abril.

Me atreví a abrir los ojos en un ligero movimiento de párpados. Los pocos rayos de luz que atravesaban los visillos del salón me hacían daño y traté de entornar más, si cabe, los ojos sin llegar a cerrarlos. El cojín del sofá sobre el que me había dormido estaba empapado por las lágrimas delatando la realidad de la noche anterior. Sí, lo de anoche fue real. Dolorosamente real.  Busqué con la mirada un reloj sin éxito alguno. Fuera llovía así que tampoco pude predecir la hora por la intensidad de la luz, había demasiada poca. Me acurruqué de nuevo entre los almohadones del sofá. No tenía más plan que gastar el tiempo tirada tratando de autoconvercerme de mi nueva situación. Él se había ido. Esta vez no eran esos odiosos 400 kilómetros lo que nos separaba, éramos nosotros mismos los que habíamos construido una barrera entre los dos que daba pie a que cada uno rehiciera una nueva vida al margen del otro. Éramos el Berlín de los 70, un todo separado.

Amiens, marzo.

Algo que la gente olvida es lo bien que se siente uno cuando libera sus secretos, sean buenos o malos, al menos han sido destapados. Nos guste o no,una vez que los has destapado no tienes que esconderte tras ellos nunca más.

Bilbao, febrero.

Bilbao, febrero.

Corría por las calles de Santutxu como alma que lleva al diablo. “¡Joder! Llego tarde”. Metí la mano que me quedaba libre en el bolsillo del abrigo: ni un duro. Idea de taxi, descartada. Para más inri, noto como algunas gotas de agua rozan mi piel. Puta lluvia del norte. Cuando quise darme cuenta llovía a mares y los papeles estaban mojándose. Sin pensármelo dos veces, me resguardé debajo del paraguas de un tío que pasaba por mi lado.

–          ¿Qué haces? – preguntó sorprendido el chico parándose en seco.

–          Se me están mojando unos papeles muy importantes y no llevo paraguas. – contesté con una naturalidad que me asombró incluso a mí. – Sólo me quedo hasta el final de la calle, por favor.

–          Mira, mona, esto no es un taxi. – dijo en tono enfadado.  – Coges el autobús, que justo ahí tiene parada.

–          Es que no llevo ni un duro. Tampoco te estoy pidiendo mucho. Sólo que, en la que vas hacia allá, -dije mientas señalaba con la cabeza. – me dejes acompañarte para no mojarme.

–          No estoy para vaciles. Si llueve, te jodes como todo hijo de vecino.

Y se largó, dejándome en una parada de autobús sin marquesina. Ya no había nada que hacer, mi única opción de encontrar un trabajo había quedado empapada por el clima del Cantábrico. Llegó el autobús. No tenía ni la más mínima idea de dónde me iba a llevar, aún no controlaba las líneas, pero decidí que cualquier cosa sería mejor que quedarme allí como una tonta sin saber a dónde ir.

–          Espera. – dijo una voz detrás de mí.

El chaval del paraguas. Menudo capullo. Me giro y el autobús se marcha sin mí.

–          ¿Te has empeñado en joderme el día o qué? – pregunté retóricamente, dejando ver lo molesta que estaba por el episodio anterior.

–          Me has hecho perder un tren. – dijo serenamente, ignorando mi cabreo. – Estamos empate.

–          Perder un trabajo no es comparable a un tren -rebatí-  El empleo da de comer, en el tren te dan cacahuetes.

–          Ese tren era importante para mí.

–          Además no ha sido mi culpa que hayas perdido el tiempo en echarme del paraguas. – proseguí omitiendo su comentario.

–          ¿Tú no decías que no querías mojarte? – cambió de tercio descaradamente. – Podemos discutir si quieres, pero dentro del paraguas.

–          Déjalo, gracias.- dije con sorna. – Ahí no soy bien recibida.

–          La verdad es que así de mojada no… – bromeó.

Le eché una mirada asesina. La situación era, cuanto menos, surrealista. Al final, me dejé convencer y me invitó a un café. Charlamos de tonterías. Me fui tranquilizando y el cabreo inicial se disipó bajo el acogedor calor de la cafetería. Le conté mi situación en aquel momento y la importancia de aquellos papeles.

–          ¿No puedes transcribirlos otra vez? – preguntó con cierta consternación.

–          Tardaría meses con mi horario actual. – contesté. – Tengo que mantener la mierda de trabajo temporal que tengo como secretaria para que mi casera no me largue por impago.

–          ¡Qué putada! – exclamó. – Siento mucho haberte echado del paraguas.

–          Es igual. – dijo con calma y añadí riendo – La culpa es mía por colarme donde no debo.

Se hizo tarde y ambos teníamos que volver a nuestras vidas. Pidió la cuenta, pagó y salió antes que yo. Me pidió mi número de teléfono justo antes de marcharse y en una servilleta se lo escribí junto a mi nombre. Cuando me disponía a coger el abrigo reparé en que se había olvidado el paraguas de la discordia así que salí apresurada de la cafetería.

–          ¡Eh! El paraguas…

Me detuve en seco cuando vi como, delante de mis narices, estaba rompiendo la servilleta con mi número. Cuando se dio cuenta de mi presencia, levantó la cabeza y se sobresaltó al descubrir que había presenciado lo que acababa de hacer.

–          Puedo explicarlo… – no sabía qué decir.

–          ¿Te crees que me importa? – repuse con serenidad. – Toma tu paraguas.

–          Es que… Soy misógino.

No pude evitar soltar una carcajada ante tal indicio de subnormalidad.

–          ¿No se te ha ocurrido nada mejor? – no podía parar de reírme.

–          Te estoy hablando en serio. – dijo con el semblante impasible.

–          El curioso caso del misógino que invitó a café a una  chica. – dije con sarcasmo – Además un misógino, como los drogadictos o los terroristas, no se presentan como tal. Imagina “Hola, encantado. Ah, por cierto, soy terrorista.” Tú no eres misógino. Lo que eres es gilipollas.

Su cara se tornó a un color blanquecino muy extraño. Se quedó sin habla. No sabía muy bien qué había dicho malo pero pude notar que no le estaba haciendo gracia.

–          Mira, chaval, no estoy para perder el tiempo. – empecé a intentar arreglarlo. – En contra de lo que tú te crees, no estaba ligando contigo así que me la sopla si tienes la rara costumbre de pedirle el número a una tía y romperlo acto seguido. Si padeces de bipolaridad no es mi problema. Tengo muchas cosas por las que preocuparme como para cabrearme porque un capullo está jugando conmigo. – estaba empezando a cansarme la situación.- Sólo agradecerte el café. Agur.

Me giré poniendo punto y final al fortuito y desquiciante encuentro con semejante personaje.

–          ¡Sofía! – me llamó agarrándome por el brazo.

–          ¿Y ahora qué coño quieres? – grité muy enfadada

–          Sé cómo arreglar lo de tu trabajo.

–          ¡Suéltame! – exclamé

–          Hablo en serio. – insistió. – Tengo un amigo que tiene una fotocopiadora y trascribe documentos a máquina. – ante mi cara de incredulidad añadió.- Soy un tío muy complicado, Sofía, pero se puede confiar en mi palabra. Déjame arreglar la serie de cagadas que he cometido contigo hoy.

–           De acuerdo. – accedí tras una breve meditación.

Cogimos un taxi hasta una callejuela cerca de Indautxu. La fotocopiadora en cuestión era una tienducha bastante curiosa. Tenía papeles apilados en montones enormes esparcidos por toda la habitación y lo demás estaba ocupado por máquinas de fotocopia y encuadernación. Había un pequeño mostrador al fondo. Toda la tienda estaba empapelada de carteles escritos en euskera que no fui capaz de descifrar. “¡Madre mía!”, pensé, “¿En serio voy a dejar mi futuro laboral aquí?”. Aquel día estaba siendo totalmente inesperado y fuera de todo contexto racional pero no me quedaba otra que fiarme del tarado bipolar del paraguas. Del otro lado del mostrador apareció un tipo joven con cara de ser un friki de los ordenadores. El del paraguas le explicó lo que necesitábamos. El dependiente miró el tocho de folios empapados.

–          Creo que podré arreglar este desastre. – sentenció por fin.

–          ¿Cuánto tardará? – pregunté – Aproximadamente.

–          No sé… – se detuvo un momento. – Quizá un par de semanas. Lo mismo tres.

–          ¿¡Tres semanas!? – exclamé sorprendida dado el tamaño de trabajo – ¡Es perfecto!

–          ¿Cuánto va a ser? – preguntó el del paraguas.

–          Treinta euros, es un taco muy grande.

–          Al cambio son… – hizo una pausa para hacer los cálculos. –Unas 5.000 pelas.

–          ¡Vaya! Bueno, espero que sea una buena inversión. – no tenía otra opción.

Salimos de aquel cubículo agobiante. Fuera, la lluvia nos daba una tregua aunque el cielo gris amenazaba con contratacar.

–          Ahora sí que tengo que irme. – anuncié. – Gracias por lo del trabajo.

–          Es lo mínimo. – se justificó.

–          Bueno… – me acerqué para darle dos besos a modo de despedida. – Agur.

–          Esto… Si esta vez prometo no romperlo, ¿me das tu teléfono?

Dudé un momento. Luego pensé en el café y en lo de la fotocopiadora: era un tío legal a fin de cuentas. No llevaba papel así que giré a mi alrededor. Encontré una farola con carteles pegados de gente buscando trabajo y de propaganda política. Arranqué un pedazo de papel que rezaba en letras grandes en negrita “¡Jo ta ke irabazi arte!”(según aprendí después significa “Golpear hasta ganar” y es empleado por los nacionalistas radicales pero yo en aquel momento ignoraba completamente dicha información) y apunté de nuevo mi número y mi nombre.

–          Por cierto,- dije mientras le tendía el trozo de papel mal rasgado – ¿Cómo te llamas?

–          Oriol.

–          Bueno, pues…  Agur, Oriol.

–          Agur, Sofía.

De esta extraña forma conocí a Oriol. Aquella misma semana quedamos a tomar café y, en la semana posterior, a cenar.  Tras conocerle un poco mejor, acepté que no era tan raro como me había parecido en un principio. No era especialmente hablador pero se soltó rápido. Me pareció majo y hasta me atrajo físicamente. No llevaba mucho tiempo en Bilbao pero, hasta entonces, era la única persona que me pareció lo suficientemente auténtica como para depositar un mínimo de confianza; iba de frente, o al menos eso me hizo creer. Cuando echo la vista atrás, me parece increíble el morro que tuve al meterme de esa forma en su paraguas e, indirectamente, en su vida. Lo nuestro no ha sido una historia de amor de novela romántica ni mucho menos. Hemos tenido muchísimas dificultades y barreras que, en contra de lo que creíamos, nos habíamos impuesto nosotros mismos. No fue una gran historia de amor pero al menos nos permitimos el lujo de tener historia.

 

Sigue en: https://hegalegiten.wordpress.com/2012/11/03/bilbao-noviembre/

Madrid, enero.

Empiezo a ver su silueta desdibujada. A medida que se acerca a mí, se van haciendo más nítidos los detalles. Camina distraída, con la mente enfrascada en algún pensamiento que no puedo adivinar mientras escucha su música, probablemente Los Planetas. Lleva las manos en los bolsillos de su abrigo verde y una gruesa bufanda de lana negra la protege del frío intenso que llena la calle. Despertando de su ensoñación, levanta la cabeza, me mira y sonríe. ¡Qué suerte tengo!, pienso, es a mí a quien dedica esa sonrisa. Y mi boca le responde esbozando esa sonrisa mecánica. Mecánica no por monotonía ni desgana sino porque se ha convertido en algo natural al verla, en algo extrañamente inevitable. Escasos centímetros la separan de mí y entre risas me dice:
– Vaya mierda de día….
Y ríe. Ríe con unas ganas que me contagia. La abrazo con fuerza, intentado hacerle olvidar su mal día. Ella responde a mi abrazo con incluso mayor fuerza, como si estuviera asustada. Sin apartarme de ella, giro la cabeza para besarla en el pelo y decirle con la mente que haré lo que sea para arreglar aquello que le entristezca. Se despega un poco de mí y, levantando la cabeza, me pide en silencio un beso.
– ¿Qué tal el tuyo? – se interesa.
– Ahora mucho mejor. – respondo con sinceridad.
Ahora es ella la que se pone ligeramente en puntillas para besar mis labios.
– Ven conmigo. – dice tendiéndome una mano.
Le cojo la mano y la sigo. No sé donde vamos pero no me importa, como si es al mismísimo infierno, si es con ella lo demás deja de parecerme relevante.
Dicen que un gran hombre no es el que enamora a mil mujeres sino mil veces a una sola mujer. Entonces puedo asegurar con toda convicción que ella es una gran mujer. Porque ella lo ha hecho mil y una.