Santorini, junio.

El éxito es como el olor corporal: cada persona tiene el suyo propio. Muchas veces no eres consciente de él y no siempre resulta agradable para las personas que te rodean. Al final se trata de que sientas que tu vida es un éxito para ti. Hagas lo que hagas. Y huelas como huelas.

Para mí, el éxito consiste en hacer en cada momento lo que me viene en gana, decir lo que se me pasa por la cabeza y estar rodeado de mis amigos y mi familia. En este sentido, se podría decir que soy una persona de éxito.

De la misma manera que no hay dos éxitos iguales, tampoco hay dos caminos iguales para llegar a él. El mío, lo reconozco, no ha sido especialmente difícil, lo cual no quiere decir que haya venido solo: he trabajado mucho y sigo trabajando mucho para mantenerlo.

Y lo que a mí me ha funcionado, y me funciona, es tener siempre presentes estas seis palabras:

COHERENCIA

TRABAJO

TALENTO

PERSONALIDAD

EMPATÍA

DIVERSIÓN

Son sólo seis, pero muy potentes. Además, cada una esconde otras en su interior. Por ejemplo, tener personalidad significa tanto tener carácter y no dejarse humillar como atreverse a ser original y buscar una forma de ser única. Coherencia incluye actuar según tus principios, pero también saber compartir. Diversión se refiere no sólo a pasarlo bien, sino también a hacerlo mientras trabajas. Etcétera. Pero para conocer los detalles tendrás que sacar tus propias conclusiones. ¿O es que pensabas que no tendrías que hacer nada? ¡Va, hombre, va!

A. Llàcer

Bilbao, abril.

Viene de: https://hegalegiten.wordpress.com/2012/11/03/bilbao-noviembre/

Volvía tarde de la farmacia. No veía el momento de que volvieran a salir las convocatorias para lo del laboratorio, estaba harta de pasar los días vendiendo aspirinas a ancianos que no tenían otra cosa que hacer que buscarse patologías inexistentes y condones a chavalillos colorados por la vergüenza. Aquel día habíamos estado haciendo inventario, algo totalmente agotador, y llegué a casa como si el AVE Madrid-Sevilla me hubiera aplastado en un viaje de ida y vuelta. Sólo cuando llegué al ascensor caí en la cuenta de que Oriol estaba fuera, vete tú a saber dónde: como siempre, no quiso decírmelo, ni tampoco cuando volvería. Corrí hacia el sofá en cuanto entré, como si fuera a escaparse como él. Echando mano de las pocas reservas de energía que me quedaban, alcancé el mando a distancia, encendí la tele y, por no gastar fuerzas en darle a los botones, dejé las noticias. Mi corazón se detuvo en el instante en que escuché el titular.

Los días anteriores habían sido durísimos. Desde que regresó de la anterior “escapada”, Oriol andaba mustio. No sabía qué le había ocurrido pero, por mucho que insistía en que eran imaginaciones mías, no se comportaba como siempre. Apenas reía, era como si para él todos los días fueran de lluvia. La situación me desesperaba, me sentía impotente, no sabía que hacer para animarle. Hasta que en la madrugada del martes sucedió algo.

–          ¡Sofía! – repetía mi nombre para intentar despertarme.

Cuando lo hice, vi las lágrimas rodando por sus mejillas.

–          Oriol… – le miré con una preocupación que crecía a la velocidad del vértigo. – ¿Qué te pasa?

–          ¿Tú crees que Dios guarda sitio en el cielo para los que matan?  – preguntó muy angustiado.

–          Claro que sí. En el cielo hay sitio para todos los que tienen a Dios con él. – le dije mientras secaba las lágrimas cuidadosamente con la palma de mi mano. – ¿Por qué dices eso?

–          Porque creo que Dios ya no está conmigo. Le he ofendido.

–          Dios no te puede abandonar, ¿sabes por qué?

Negó con la cabeza.

–          Porque, aunque ni lo veas ni lo sientas, está dentro de ti. – y puse mi mano sobre su pecho, indicando el corazón. – Por ejemplo, no puedes verlo, pero sabes que la mitad de tus genes son de tu padre y la otra mitad de tu madre. Aunque pases meses sin verlos, siempre formarán parte de ti. Pues con Dios ocurre lo mismo, le llevas dentro. Tú eres una parte de Dios.

–          ¿Y la ofensa? – sus dudas no se habían disipado aún.

–          Pídele perdón. – le aconsejé. – Yo no tengo una línea directa con Él pero estoy convencida de que si lo haces, no te va a negar su perdón. Igual que yo no te lo negaría si de verdad lo sientes. Los dos te perdonaríamos por una razón muy simple: te queremos. Él te quiere tanto como yo o más, si cabe.

No dijo nada. Le abracé y pude sentir su miedo. Oriol, como todos los terroristas, es un ser humano. Se sienten culpables aunque algunos no quieran verlo. Por muy patriotas o luchadores que sean, no puede ocultarse a sí mismos que lo que hacen no es lícito ni justificable. Arrastran la muerte como una bola de prisión. A la mañana siguiente, me desperté con el sonido de su teléfono. Volvió a la cama después de una breve conversación.

–          Tengo que irme un par de semanas. – anunció. – No puedo decirte a dónde porque ni yo lo sé.

Le miré con una mezcla de tristeza y ternura. No quería que ser fuera, sabía que volvería a corromper su alma.

–          No te olvides de quién eres. – dije a modo de respuesta. – Tú eres bueno.

Mi corazón recuperó el latido, esta vez acelerado y frenético. Oía la voz de Matías Prats en mi cabeza una y otra vez, como un disco rayado. Cambié con el mando para intentar encontrar un canal donde repitieran la noticia con algo más de información y así poder tranquilizarme. Televisión Española:

–          Tenemos una noticia de última hora. – comenzó el presentador cuyo nombre ni sabía ni me importaba un carajo. – Detenidos en la localidad guipuzcoana de Guetaria dos miembros de la banda terrorista ETA cuya identidad aún no ha trascendido a los medios de comunicación. Los reclusos podrían estar implicados en el asesinato del guardia civil, Mario Alonso Iturra, que tuvo lugar en Orio en febrero de este año.

Traté de hacer memoria: ¿dónde estaba Oriol en febrero? Habían pasado siete meses, casi ni me acordaba de lo que había hecho yo la semana anterior, me iba a acordar de qué hizo él en febrero. Cogí el móvil y, tan rápido como pude, marqué su número. Me temblaban los dedos. “Piii…piii…”, los tonos del teléfono se sucedían pero su voz no descolgaba la llamada. Buzón. ¡Mierda, mierda! Me hubiera echado a la calle a buscarle como una idiota o haber ido a una comisaría a preguntar cómo coño se llaman los etarras detenidos; lo que sea con tal de saber que no era él. ¡Dios mío! El pánico se apoderó de mí. Temía volver a oír la voz de Matías Prats anunciando que Oriol Anasagasti estaba metido en el ajo. Me puse a dar vueltas en círculo por el mero hecho de sentir que hacía algo. No iba a llamar de nuevo, era inútil. Si Oriol no lo cogía a la primera, me jugaba el cuello a que no lo haría ante una segunda llamada.

Pasaron las horas, eran casi las cuatro de la mañana y seguían sin decir nada. “Se ve que a estas horas a nadie le interesa una mierda cómo se llaman o dejan de llamarse dos criminales.”  Llevaba siete horas enfrente de la televisión, rezándoles a todos los santos para que los programas del tarot fueran interrumpidos por mi querido y temido Prats. Pero nada. Mi preocupación crecía y crecía. Mi respiración se aceleró tanto que empecé a preocuparme. No encontraba ansiolíticos en ningún cajón de la casa. Miré en todos excepto en el cajón que me había dado buenos dolores de cabeza desde hacía un año. Prefería morir de un ataque de ansiedad antes que abrir el maldito cajón. Preparé una tila en su sustitución pero cuando la taza resbaló entre mis manos temblorosas, me di cuenta de que no era un simple estado de nerviosismo. Sopesando las consecuencias, abrí la puerta de la calle tambaleándome y tomé el primer taxi que encontré.

–          Al hospital de Basurto, por favor. – dije con un hilo de voz, que temblaba tanto como el resto de mi cuerpo.

–          ¿Se encuentra usted bien? – preguntó el taxista al ver mi rostro pálido y las sacudidas de mis brazos y piernas.

No me dio tiempo a contestar.

Me deslumbró la intensidad de la luz procedente de las bombillas del hospital cuando abrí ligeramente los ojos. ¿Cuánto tiempo habría pasado? ¿Se sabían ya los nombres? Mis cavilaciones fueron interrumpidas por un chico algo mayor que yo que vestía de bata blanca. Fijo que era un residente.

–          ¿Cómo se encuentra?

Típico de los médicos. “¿Pero cómo quiere que me encuentre? Si me encontrara bien, le aseguro que no estaba aquí” me daban ganas de responder.

–          Bien, bien. – dije intentando callarle. – ¿Qué hora es?

–          No puedo decírselo. – explicó con formalidad.- Tiene usted que descansar. Ha sufrido un ataque de ansiedad muy grave. Tengo que hacerle unas preguntas, ¿le importa?

–          Qué remedio… – suspiré.

–          ¿Edad? – comenzó el interrogatorio tras hacerse con un bolígrafo con forma de jeringa y un bloc de notas.

–          Veinticuatro.

–          ¿Ha tenido algún otro episodio de ansiedad o crisis por estrés en los últimos años?

–          No. – contesté tras meditar un momento mi respuesta. – No, que yo recuerde.

–          Antecedentes familiares de enfermedad cardiorrespiratoria.

–          Ninguno.

–          ¿A qué se dedica?

–          ¿Qué tiene eso que ver con mi ansiedad? – quise saber.

–          Queremos encontrar la causa de la crisis. –aclaró. – Es usted muy joven para sufrir un estrés tan fuerte.

–          Soy farmacéutica.

–          ¿Vive en una familia grande?

–          No.

–          ¿Está casada?

–          No.

–          ¿Hijos?

–          Tampoco.

–          ¿Tiene a alguien bajo su responsabilidad?

–          No. Mire, – dije a fin de agilizar el proceso. – mi novio está de viaje y, simplemente, estaba  intranquila. No me gusta la carretera y siempre me pongo nerviosa cuando tiene que desplazarse en coche, eso es todo – mentí.

–          Comprendo. – afirmó complaciente. – Sin embargo,  -volvió al ataque-  no justifica tales niveles de ansiedad.

–          He tenido un día largo en el trabajo y bebí mucho café para poder aguantarlo. – intenté engañarlo de nuevo. – Demasiado, por lo que veo.

–          Está bien. – se rindió. – Le dejaré descansar.

–          ¿Cuándo van a sacarme de aquí? – pregunté antes de que se fuera.

–          Lo idóneo es que pase el día en observación. – comunicó- Dependiendo de su evolución podrían darle el alta mañana. Lo mismo, si está descansada, a la noche podría salir.

–          Gracias.

¡Todo el día con la duda! Debían ser las siete u ocho de la mañana como tarde. Hipotéticamente, si me tranquilizaba volvería a casa esa misma noche… ¡Pero cómo me iba a tranquilizar teniendo en mente que Oriol podía estar en el trullo! Como fuera, tenía que averiguar si estaba o no en lo cierto. En estas, volvió el médico.

–          ¿Quiere usted que llamemos a algún familiar o amigo? –ofreció amable.

–          No, gracias. Ya le he dicho que mi novio está fuera. – le respondí con una sonrisa forzada.

–          ¿Y sus padres o algún otro familiar?

–          No soy de aquí, vivo sola con él.

–          ¿Amigos? – insistió.

–          No, de verdad, déjelo. – soné un poco brusca y me sentí culpable. – Muchas gracias, pero prefiero descansar tranquila.

–          De acuerdo. – accedió por fin.

–          Me gustaría pedirle una última cosa. – esta era la mía.- ¿Podría conseguirme un periódico de hoy?

–          Ya le he di…

–          Sé que tengo que descansar. – le interrumpí.- Pero le aseguro que si me deja mirar una cosa rápida en el periódico voy a descansar mucho más tranquila. De lo contrario no voy a salir de aquí ni en una semana.

–          ¿Por qué no me dice qué información necesita y yo se la transmito en cuanto me entere? – la alternativa que me proponía era inviable para algo así.

–          Es que va a ser muy complicado que se entere y tardaríamos el doble. – objeté –  Por favor, es muy importante. Sólo serán dos minutos.

Puso cara de incrédulo. Lo cierto es que lo que le estaba diciendo era, cuanto menos, extraño.

–          Por favor. – supliqué.

–          Veré si puedo conseguirlo. – se dio por vencido

–          Muchísimas gracias.

Confié en que me trajera el diario lo antes posible. No era una tarea muy complicada encontrar un periódico del día. Pero el jodido no se presentó en toda la mañana. Como una tonta, le había esperado y ni siquiera se dignó a aparecer. En la sala de observación, por supuesto, no había ninguna tele ni teléfono ni contacto con el resto del mundo. “Yo sí que estoy en la cárcel”, pensé.  Las horas se sucedían y yo seguía sin saber nada. Los únicos seres humanos que vi durante aquel infierno de día fueron las dos enfermeras que me trajeron la comida y la cena respectivamente, pero no logré convencer a ninguna de las dos de que necesitaba conseguir un periódico con carácter de urgencia. Dieron las doce de la noche y ya me harté. Me levanté, me quité los sueros de las vías y me planté en el pasillo.

–          ¡Quiero ver a un médico ya! – le dije muy enfadada a un celador que pasaba por allí.

–          ¿Se encuentra bien? – preguntó ante mi cabreo.

–          Perfectamente.  De hecho, quiero el alta voluntaria.

La escena era pintoresca. Cómica, si me apuran. Pero en aquel momento, para mí nada tenía gracia. Lo intentaba disimular pero la angustia me carcomía por dentro. Entre el celador y una enfermera me lograron convencer de que volviera a meterme en la cama, que ellos buscarían a un médico para que hablara conmigo. No se demoró demasiado. Debieron de temer que me fugara o algo por el estilo pero vaya que si se dio prisa el colegiado en cuestión. Este tenía pinta de tener bastantes más años de experiencia que el capullo del periódico de la mañana. Tras un largo proceso de persuasión para que no firmara el alta voluntaria, me eché a llorar.

–          Venga, mujer. – me consolaba el médico que empezó  a creer de verdad en mi imperiosa necesidad de salir de allí. – No será para tanto…

–          Tengo que irme a casa. – repetí mientras lloraba como la Magdalena. – No le puedo explicar más pero me está agobiando demasiado estar aquí.

El médico captó que no estaba loca, que de verdad tenía algo importante que hacer. Y dijo aquellas benditas palabras:

–          Le voy a dar el alta yo. – pero añadió. – Con una condición.

–          Lo que sea.

–          Que mañana venga a mi consulta y, si la cosa va mal, la vuelvo a ingresar.

–          De acuerdo. – “Con eso me vale” pensé.

–          ¿Puedo confiar en usted?

–          Tendrá que hacerlo. Soy mujer de palabra, créame.

Me abalancé sobre la primera tienda veinticuatro horas que encontré en cuanto puse un pie en la calle. “No es él”, descubrí después de todo aquel revuelo que formé. “Seré paranoica, hay cientos de miembros en la Organización y ya hubiera sido mala pata que fuera él”. Aquella noche podría haber dormido como un lirón pero no fue así. Supongo que sería la histeria acumulada en el último día y medio. Al día siguiente volví al médico. Todo en orden, a la calle otra vez. De camino a casa, suena mi móvil. La pantalla parpadea, “Oriol, llamando”

–          ¿Sí? – respondí a la llamada como si no supiera que era él.

–          Me llamaste el martes, ¿pasa algo?

–          No. – respondí en tono seco. Muy seco.

–          Mmm…  – se quedó un poco cortado.- Está bien.

–          Adiós. – me despedí en castellano, con lo que le jode…

–          Agur.

Me las había hecho pasar putas en los últimos tres días, no le iba a dar la satisfacción en un segundo de averiguar qué quería.

El domingo, sobre las siete de la tarde, escuché el sonido de sus llaves girando en la cerradura.

–          ¡Hola! – saludó con una gran sonrisa.

Me debatí entre agarrarme a su cuello o pegarle un guantazo. Opté por lo más cruel: la indiferencia.

–          Hola. – le devolví el saludo sin levantar la mirada del libro que fingía leer en el sofá.

Se acercó, ante mi pasividad, y me besó la mejilla.

–          Estás enfadada porque no te cogí el teléfono, ¿verdad? – adivinó. – Sofi, siempre te digo que no me llames cuando me voy.

–          ¿Y no has pensado que si te llamé fue porque era algo importante?  – repliqué, muy molesta.

Reparó en que llevaba razón. La felicidad con la que había hecho aparición en casa se esfumó de un plumazo. Nunca le había llamado antes, ni siquiera cuando casi incendio la cocina de su casa durante su ausencia.

–          ¿Qué pasó?  – se interesó.

–          Nada.

Suspiró. La paciencia no era una de sus grandes virtudes pero trató de sobreponerse. Se sentó junto a mí en el sofá y cerró con mucho cuidado el libro que sostenía en mis manos.

–          Sofía, – volvió a la carga, más serio esta vez. -¿qué pasó?

–          ¿Tú que pasa? – me desquicié -¿Qué no te enteras de nada?

–          Ya ves que no. – replicó sin perder la compostura.

–          El martes cayeron dos de un comando en Guetaria. Al parecer, se habían cargado a Iturra.  – le informé. – No sé nada de ti. No me dices dónde vas ni qué haces cuando te largas. No dieron nombres y me acojoné. Te llamé y, como siempre coges el móvil, me preocupó aún más que no lo hicieras. Pensé que te habían enchironado y me dio un ataque de ansiedad.

–          ¿Un ataque de ansiedad? –  se extrañó. No logré descifrar si era asombro o consternación lo que se reflejaba en sus ojos.

–          Sí, estuve un día y pico ingresada. – comenté sin darle mayor importancia.

–          ¿¡Ingresada!? – exclamó abriendo los ojos como si de platos se tratasen.

–          Pero eso es lo de menos. – seguí con mi regañina. – Lo que de verdad me jode es que cuando estás conmigo no pierdes ni una sola llamada. Aunque estemos echando un polvo, lo coges. Y resulta que te llamo por algo que de verdad sí es importante y no te dignas a devolverme la llamada hasta el jueves.

–          Sofi, lo siento muchísimo. – se disculpó. Estaba realmente arrepentido – Tienes razón. Debería de haber…. ¡Dios! Lo siento muchísimo, de verdad.

No sabría explicar por qué pero, en aquel momento, una relación extraña se estableció en mi cerebro. Un pequeño cortocircuito en mi sistema neuronal provocó que me acordara del fragmento del libro de Zaragoza. “Tu amor tiene que estar puesto en el grupo, en el comando, en la Organización”. Interrumpí su incesante letanía de disculpas.

–          Oriol, ¿quién soy yo?

–          ¿Qué? – acababa de dejarle totalmente descolocado.

–          ¿Quién soy en toda esta historia? – volví a cuestionarme esperando una respuesta por su parte. – ¿Qué pinto en este juego?

Un silencio sucedió a mi pregunta. Oriol me miraba fijamente a los ojos. Su mirada podía percibir la congoja que había en la mía.

–          Eres mi novia. – contestó. Era la primera vez en dos años que decía “novia”. – Puedes dejar de jugar cuando quieras.

–          Sabes que no. – repliqué- En mitad de la partida ya no se puede abandonar.

Otro silencio.

–          Dime que no hay otra. – solté de golpe. – Que no soy el comodín del público.

–          Sofía, eres la única. – me confirmó en tono tranquilizador pero decidido. – Te lo juro.

El tercer silencio fue algo más duradero. Nuestros ojos no habían cambiado de foco. Se convirtió en un canal de comunicación directa sin necesidad de emplear la voz.  Le estaba contando lo confusa que me encontraba. Él me decía que me quería, sin olvidarse del peligro que eso suponía.

–          Tengo miedo. – confesé. – Muchísimo.

–          ¿De qué? – quiso saber.

–          No lo sé. – dije mientras la primera lágrima rodaba mejilla abajo. – Por eso me cuesta deshacerme de él. Porque no sé de donde ha salido.

Ambos habíamos alcanzado la cumbre de la total desorientación: ninguno sabía por donde tirar. Llevábamos caminando por inercia dos años pero se nos estaba acabando el empuje. Llegamos a una bifurcación que nos hacía escoger entre el camino justo y el fácil.

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Salvador de Bahía, febrero.

Hace dos siglos Benjamín Franklin reveló al mundo el secreto de su éxito: nunca dejes para mañana, dijo, lo que puedas hacer hoy. Él descubrió la electricidad. La gente debería prestar atención a las cosas que dijo: no sé por qué siempre posponemos todo, pero si tuviera que adivinarlo diría que tiene mucho que ver con el miedo, el miedo al fracaso, el miedo al dolor, el miedo al rechazo. A veces es miedo a tomar una decisión, porque, ¿y si te equivocas? ¿Y si cometes un error sin solución? Sea lo que sea, una cosa es cierta: cuando el dolor de no hacer algo es más insoportable que el miedo a hacerlo es como si cargáramos con un tumor gigante.

 

El pájaro mas rápido atrapará al gusano, una decisión a tiempo salvará vidas. Quien duda, está perdido. No podemos fingir que no nos lo dijeron, todos hemos oído los proverbios, a los filósofos, a nuestros abuelos advirtiéndonos sobre el tiempo perdido, hemos oído los poetas malditos instándonos a vivir el momento, aunque a veces debemos escucharnos a nosotros mismos. Debemos cometer nuestros propios errores, debemos aprender nuestras propias lecciones, debemos dejar las posibilidades de hoy bajo la alfombra del mañana hasta que no podamos más, hasta que comprendamos por fin lo que Benjamín Franklin quería decir, que es mejor saber que preguntarse, que despertar es mejor que dormir y que fracasar o cometer un error enorme es mucho mejor que no haberlo intentado.

Malmö, diciembre.

Se acercaba el final de año y seguían sin dirigirse la palabra. Muchas veces, Alicia se cuestionaba cómo habían podido llegar a esta situación, al punto que incluso había perdido las ganas de retomar la amistad con ella. Hacía un tiempo que había dejado de importarle si Ángela volvía a su vida o seguía manteniéndose al margen de la misma. Lo que le había hecho era demasiado duro como para andar preocupada en comenzar ella la reconciliación. Ahora ya no le importaba que Ángela no la hubiera llamado, ahora tenía a Javi a su lado, creía no necesitar más.

Habían pasado casi ocho meses desde la catártica discusión, ya no le dolía recordarla. Caminaba por las calles de la cuidad, en un entrar y salir de establecimientos abarrotados. El furor comercial de Navidad, pensó. Nunca le habían gustado las fiestas que todo el mundo tanto celebra por estas fechas pero este año había decidido cambiar su perspectiva: a Javi le encantaba la Navidad y ella no iba a ser menos. No quería disgustarle con su eterna retahíla sobre lo estúpido que le parecía el comportamiento humano cuando se encontraba ante el turrón y los regalos caros.

Acabó tarde de comprar. Llegó a casa y se encerró en el baño entre el agua tibia y la espuma que relajaron sus músculos de la tensión acumulada por el frío. Sonó el teléfono. Era Javi. No fue muy explicito en detalles ni causas específicas pero la idea central de lo que le dijo fue que la Nochevieja que él le había prometido no iba a ser posible. No iban a poder escaparse fuera de la ciudad y vivir un fin de año relajado de todo ruido, empezar el año en paz. Al menos, pensó Alicia, podremos pasarla juntos aquí. Pero su ilusión se desvaneció al negarle aquello también. Estaban a día 30 por la noche, ya no podía ir a casa de sus padres, tardaría horas en coche y ya no le quedaba dinero para un avión. Lejos de un lógico enfado, se compadeció de él y colgaron sin peleas ni lamentos.

En el último día del año, Alicia solía repetir un ritual que sólo cumplía esa última mañana del año. Abrió el último cajón de la cómoda donde guardaba  las camisas y camisetas y sacó de debajo del montón una carpeta roja. Después, descolgó el corcho de la pared de su dormitorio y preparó una cafetera. Disfrutando de las tazas de café caliente, cambió los recortes y fotografías del corcho por los que había recopilado y guardado en la carpeta durante todo el año que a punto estaba de concluir. Retales de papel coloreado que resumía sus últimos 365 días. Entre ellos había noticias de su interés, entradas de conciertos, tarjetas de restaurantes y bares que había visitado… Pero sobre todo, fotografías. Este año la mayoría eran con su chico. Cuando hubo terminado su pequeña obra artística, fue a colgar el corcho transformado de nuevo en la pared pero reparó en algo. Apenas había fotos con sus demás amigos. Solamente los cuatro primeros meses del año habían aportado retratos con Ángela y las demás. Cuando discutió con ella, se refugió en el resto de sus amigos cercanos pero cuando llegó Javi no hizo sino centrar toda su atención en él.

–          No es nada malo. – pensó en voz alta. – Es normal, es mi novio.

Restando importancia a la observación, colocó el corcho y se puso a preparar la cena.

Cuando cayó la noche, decoró la mesa y se dispuso a cenar. Como única compañía, los langostinos para uno y la voz de los humoristas que despedían el año tratando de sacar a la gente una sonrisa. Pero Alicia no hacía más que sentirse cada vez peor. Había tratado de maquillar su soledad preparando con esmero el menú, e incluso se permitió beber champán cuando tragara la decimosegunda uva. Notaba más que nunca su ausencia así que, cuando quedaba tan solo un cuarto de hora para la media noche, descolgó el auricular del teléfono.

–          ¿Sí? – contestó un Javier animado. Diría que incluso achispado por el vino.

–          Quiero que me devuelvas las llaves de mi piso. – pidió Alicia con contundencia. – Mañana las quiero aquí.

–          ¿Pero  qué dices? – se sorprendió él. – Ali, mi amor…

–          No quiero volver a saber nada más de ti. Lo nuestro se acabó. – anunció. – Quiero que tengas la conciencia tranquila cuando esta noche te tires a la tía con la que vas a brindar cuando den las doce.

–          ¿Cómo…? – balbuceó Javier, incrédulo.

¿Cómo lo había sabido? Ni ella misma lo sabía. Simplemente se había dejado llevar por su intuición y esta vez no le había fallado.

–          No importa el cómo.  – atajó Alicia. –  Disfruta de la noche y de tu nueva vida.

Colgó. Creyó que se sentiría más reconfortada al adelantarse a los acontecimientos. No iba a ser una cornuda pero no se sentía mejor por lo que acababa de hacer. Estaba igual de vacía. Esperó un rato sentada a que sus actos hicieran algún efecto en ella. En realidad, esperaba a que Ángela llamara. Pero no lo hizo y Ramón García anunció la bajada del carrillón. No cogió el plato de las uvas ni la copa de cava. Solo se quedó escuchando como todo el país celebraba la entrada del nuevo año. Un año por delante para disfrutar, para reír, para lograr metas, para perdonar y ser perdonado.

Abrió la puerta de la calle y, sin abrigo y sin que le importara el frío helador del exterior, salió a buscar el perdón y a concedérselo a otros. Era la hora de recuperar sus principios. Era la hora de recuperarla.

 

Bilbao, noviembre.

Viene de: https://hegalegiten.wordpress.com/2012/11/02/bilbao-febrero-2/

Al cabo de unos meses, nuestra relación empezó a tomar forma. Empezamos a quedar más y a conocernos a fondo, aunque de pronto, desaparecía un par de semanas sin avisar y reaparecía como si nada hubiera ocurrido. Eso me mosqueaba sobremanera pero, llegados a un punto, dejó de importarme. Nunca fuimos amigos, tampoco nos hizo falta.

“Ding dong”. Pulsé un par de veces el timbre de su casa aquella lluviosa y horrible noche de noviembre. Abrió la puerta y me encontró en el rellano de su casa con una maleta enorme, empapada de lluvia y con la cara inundada en lágrimas.

–          ¡Sofía! – exclamó asustado. -¿Qué ha pasado?

No pude decir nada, sólo me salía llorar. Se acercó, hizo que dejara el equipaje en el suelo y me abrazó.

–          No tengo a donde ir. – conseguí decir entre sollozos. – Mi casera me ha echado. No tengo a donde ir. – repetía una y otra vez.

–          Tranquila. – dijo sin soltarme – Puedes quedarte aquí. No llores, anda.

Entré y Oriol preparó café para los dos. Me trajo unas toallas para que pudiera secarme de tanta lluvia. Yo le repetía constantemente que sólo serían un par de días pero él insistía en que no le importaba tenerme en casa todo el tiempo que fuera necesario, típica fórmula de hospitalaria corrección. Nos quedamos un rato largo en el salón despotricando contra mi casera y, al final, consiguió hacerme reír. Cuando quise darme cuenta, estábamos compartiendo cama.

Nunca llegó a reconocerse como tal. Supongo que pensó que si lo hacía yo pasaría de las meras cavilaciones a convertirme en cómplice. Nunca me lo llegó a reconocer pero yo tenía la absoluta certeza de que pertenecía a la Organización.  La discreción para ellos no es una simple regla: es una ley de supervivencia. No podían dar ningún indicio de pertenecer a ella, cualquier detalle tonto descuidado podía ofrecer la posibilidad a la policía de desarmar un comando completo. Por eso, Oriol, en un primer momento, nunca hacía comentarios respecto a la Organización, y si me apuras, él mismo disimulaba con comentarios despectivos hacia ella cuando aparecían noticias en relación en la televisión. Sin embargo, no me fue necesaria la información de su parte para averiguarlo. No era lo que salía de su boca lo que más hablaba.

Cierta vez, estábamos en casa. Su casa se convirtió en la mía tras muchas insistencias en que no me marchara. Oriol podía llegar a ser muy terco y, por no luchar contra su testarudez, acabé instalándome con él. Miento, no sólo fue su cabezonería lo que hizo que me quedara. El caso, que estábamos preparando la cena. Oriol limpiaba la merluza mientras yo cocinaba la salsa que la acompañaría cuando, de pronto, se fue la luz.

–          Creo que no sólo hemos sido nosotros. – comuniqué al fijarme por la ventanita de la cocina que el resto de viviendas tampoco estaban alumbradas.

–          Iré a por una linterna. – anunció él.

–          No, espera. – le detuve. – Vas a deja el olor a pescado por toda la casa. Dime dónde está y voy yo.

–          En el cajón de mi mesilla. – y añadió. – En el de la derecha.

A tientas, llegué al dormitorio y palpé el pequeño mueble hasta encontrar el tirador. Sin embargo, tanteé mal y abrí el cajón equivocado. Justo en ese momento volvió la luz como por arte de magia y descubrí que no era una linterna lo que guardaba allí: era una Parabellum. Me quedé helada, no pude ni quise moverme. Reaccioné, cerré el cajón despacio, nada más. Noté que había alguien mirándome y cuando me giré me encontré con la figura de Oriol bajo el marco de la puerta, que parecía haberse quedado tan congelado como yo hacía un momento. Nos miramos fijamente el uno al otro sin saber ninguno qué hacer ni qué decir. Di el paso yo y  abrí la boca.

–          Se nos va a quemar la salsa.

En el verano anterior a comenzar la carrera, leí un libro de Cristóbal Zaragoza titulado “Y Dios en la última playa”. Lo encontré por casa y, durante unas vacaciones con mis padres en Fuengirola, fue mi único pasatiempo. En él se encuadra una historia en el contexto de la banda terrorista más activa en nuestro país: la ETA. Me costó bastante asimilar todos los conceptos que en aquella novela se exponían. Me llamó la atención la manera en que describía la imposibilidad de una vida amorosa fuera de la banda que tienen sus integrantes. “Si median mujeres te va a resultar mucho más difícil escapar, a no ser que sean de toda confianza” decía uno de los personajes, “ Tu amor tiene que estar puesto en el grupo, en el comando, en la Organización, que es la que decide, la que vela por ti y tus compañeros. Desconfía hasta de tu propia mujer. Puede resultar traidora, imprudente o estúpida.”  A los dieciocho, aquel pasaje me pareció una obviedad, una chorrada. Creía que era algo evidente que la mujer de un etarra lo era también o, si no lo era y se llegaba a enterar, lo abandonaría. “Nadie quiere estar casado con una asesino”, pensaba yo en mi inexperto y joven fuero interno. Ese verano yo estaba saliendo con un niño pijo de ICADE del cual yo creía estar enamoradísima: Joaquinito.  Mi punto de referencia amoroso estaba en él con lo que, si el tal Joaquín resultaba ser un terrorista, lo plantaría en aquel preciso instante sin dudarlo (El muy hijo del mal me puso los cuernos con mi mejor amiga del colegio. Aquel verano me quedé sin novio y sin mejor amiga de un solo plumazo). Sin embargo, con Oriol era todo muy diferente. Comprendí que Papadoc – el personaje del libro – no decía ninguna sandez. Hubo un punto en el que no lograba entender a qué juego juagaba Oriol conmigo. Cabía la remota posibilidad de que él no se hubiera dado cuenta de que yo sabía en lo que andaba metido, pero era muy improbable. También podía ser que su verdadero amor fuera una compañera de comando y que yo me limitara a ser una tapadera de cara al mundo exterior. Deseché esa divagación cuando reparé en que yo sabía demasiado como para no resultar un peligro para él mismo y para sus compañeros. Sólo me quedaba una: confiaba ciegamente en mí. “A no ser que sea de toda confianza”, recordaba cuando las dudas me asaltaban. Pero, ¿y yo? ¿Por qué no le había dejado ya? Oriol era una representación de lo que yo más odiaba, la violencia. ¿Por qué no me había alejado de él cuando empecé a descubrir todas estas cosas? La respuesta era fácil de decir pero difícil de sobrellevar: me había enamorado de él, y esta vez era de verdad.  Cada vez que pensaba en la situación en la que estábamos me invadía una angustiosa sensación de impotencia. Era la encubridora de un terrorista que no se reconoce como tal. Claro quedaba que no podía traicionarle por tres razones: no tenía ninguna prueba fehaciente para acusarle sino mi mera intuición y ciertos actos y comentarios suyos que no estaban registrados más que en mi memoria; si le denunciaba, yo caería como cómplice por haberle cubierto las espaldas durante los años de nuestro noviazgo; y tercero, y más importante, le quería tanto que no hubiera hecho lo que fuera necesario para que no le apartaran de mí bajo ninguna circunstancia. En un principio, me pareció divertido el juego de pistas. Sentía la aplastante curiosidad de saber qué tramaba cuando desaparecía de repente, o qué escuchaba tan atentamente en aquellas conversaciones telefónicas que tan importantes eran para él. Después del episodio de la pistola, las ganas de saber más mermaron de golpe y preferí acogerme a la cálida luz de la ignorancia. Había llegado demasiado lejos, sabía cosas que no debía saber y que no hacían más que ponernos en peligro a los dos. Conseguí entender por qué Oriol se negaba a que yo accediera a sus más profundos pensamientos y, de forma radical, fui yo quien decidió no indagar más.

Los días a su lado pasaban y en mi cabeza las cosas se iban complicando más y más.

–          No puedo más – solté de sopetón un jueves noche normal mientras veíamos la tele.

–          ¿No puedes más de qué? – preguntó Oriol con expresión extrañada.

–          Sé en lo que estas metido. – confesé a bocajarro. – Siempre he odiado a la gente como tú que sobrepone sus ideas al derecho que tenemos todos a vivir. No puedo seguir fingiendo que las cosas van bien porque mi moral no me deja dormir por las noches, porque me machaca diciendo que ignorar el problema no hace que este desaparezca. No puedo mirar hacia otro lado y quedarme de brazos cruzados mientras la persona que duerme a mi lado lleva una doble vida.

Oriol se acercó a la mesa, cogió el mando del televisor y lo apagó. Con mucha calma, se sentó en el sofá arrimándose más a mí.

–          Sofi, en contra de lo que tú crees, los miembros de la Organización no son asesinos. – dijo sin incluirse en el plural. –  Siguen la Guerra Revolucionaria y en esta, como en todas las guerras, se derrama sangre. ¿Tú considerarías a un soldado un asesino? – preguntó retóricamente. – Pues los militantes no son sino soldados.

–          Esto no es una guerra.  – afirmé categóricamente – Sólo lucháis vosotros. Yo no veo que el otro bando mate a inocentes.  Dos no pelean si uno no quiere.

–          ¿De verdad crees que ellos no quieren pelear? – rebatió. – Si no lo quisieran, habrían liberado Euskadi hace mucho tiempo. Mira, podríamos compararlo con la Guerra de la Independencia, la de 1808. Los españoles lucharon contra los que les oprimían para devolverle la libertad a su país.

–          El gobierno no oprime al País Vasco. ¿O acaso el resto de los españoles sacamos la fusta para flagelar a los vascos cuando les vemos?

–          Los franceses tampoco esclavizaron a los españoles y ellos siguieron luchando por su patria. – objetó sin perder la calma.

–          Piénsalo, Oriol. – traté de hacerle entrar en razón. – España era independiente antes de que vinieran los franceses. Euskadi nunca ha sido un país, ha sido y sigue siendo España.

–          ¿Y Cataluña? – dijo cambiando el rumbo de la conversación.

–           Cataluña tampoco. Bueno, – rectifiqué. – pueden alegar que fueron independientes antes de los Reyes Católicos, eran independientes los Condados Catalanes del Reino de Aragón.

–          ¿Te suenan los vascones? Eran independientes antes de los romanos.

–          ¡Joder! Si nos ponemos así, los cántabros también lo eran y que yo sepa no se ha quejado.  – refuté

–          Tontos ellos. –  replicó entre risas.

Clavé mi mirada en él, muy seria. Oriol seguía con una sonrisa dibujada en su cara y, ante mi cara de cabreo, se convirtió en una risita leve. Siempre decía que mis caras serias eran las más divertidas.

–          Que sepas que sigues sin convencerme. – declaré. – Mis noches de insomnio necesitarán algo más persuasivo.

Su risa se apagó y, algo más serio, acercó su cara a la mía.

–          Yo nunca te haría daño. – susurró.

–          No me preocupa lo que puedas hacerme a mí. – dije bajando mucho el tono hasta que se convirtió casi en un murmullo. – Me preocupa convertirme en la pasividad que yo tanto he criticado.

–          Está bien. – accedió de pronto, manteniendo el volumen de su voz al mínimo. Escasos milímetros separaban nuestras caras. – ¿Qué vas a hacer, pues?

¡Qué listo es el cabrón! Sabía donde estaban mis limitaciones y acababa de hacer que me empotrara contra ellas. Estaba atada por el cuello.

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Viena, octubre.

Por la mañana, él había reservado en un sitio que acaban de abrir a las afueras de la ciudad. Es un restaurante de estos modernos con poca luz y cartas con platos extravagantes. De esos que convierten una patata en algo extraordinariamente complicado de comer.

–          No quiero parecer paleto pero no entiendo la mitad de lo que pone aquí… – dice con preocupación  mientras mira con los ojos bien abiertos la carta.

–          Ya somos dos. – digo riendo por lo absurdo de la situación. – Creo que voy a pedir el “salteado de verduras africanas sobre cama de menta y puré de patata con aroma de infusión de té de roca”. – leo de corrido.- ¡Vaya tela!

–          ¿Desde cuando las verduras con algo típico africano? – pregunta frunciendo el ceño.

–          Ahora que lo pienso el tema de la cama de menta y el té de roca no me hace mucha gracia…

–          El té de roca es lo que nos daba mi madre cuando nos dolía la tripa de pequeños.

–          Mi madre también nos lo daba pero yo prefería morir antes que beberme aquella cosa color pis. – digo con cara de asco y luego río. – No se nos puede sacar de casa.

–          ¿Han decidido los señores lo que van a tomar? – aparece un camarero joven y bastante atractivo perfectamente uniformado con una camisa negra y con una libreta en la mano.

–          Yo tomaré el salteado de verduras africanas, por favor – acorto el nombre para no quedar mal.

–          Yo también.

–          Buena elección. – el camarero, que parece un poco sieso, se aleja.

Nos ponemos a charlar de todo un poco: de la nueva novia de Carlos, del partido de mañana, de mi hazaña en la academia por la mañana, anécdotas del viaje que hicimos con los amigos  a Gijón hace unos meses, de los planes para el verano (aunque faltan todavía cuatro meses)…  Se nos acaba el tema de conversación y al mirar mi reloj de pulsera me doy cuenta de que llevamos una hora y cuarto esperando a la comida. Educadamente, él le da un toque de atención al camarero, que nos asegura que los salteados están al caer. Sin embargo, siguen haciéndose de rogar y pasadas casi dos horas, empezamos a enfadarnos en serio.

–          ¿Es una broma? En hacer un salteado no se tardan dos horas ni aunque te vayas a la huerta africana a por la verdura. – bromeo bastante indignada.

–          Vámonos – sugiere.

–          ¿A dónde? Son casi las 12, no nos admiten ya en ningún lado.

–          Es igual, nos buscamos la vida. No vamos a esperar dos horas y media para que nos den el té de la diarrea.

Su cabreo  me hizo reír, muchísimo. Tenía razón así que me levanto y nos dirigimos a la barra. Pagamos la bebida y salimos del restaurante seguidos por el camarero que trata de justificarse y retenernos en vano. Cogemos el coche y para más inri pillamos un atasco tremendo provocado por el accidente de un camión en la corta carretera de vuelta a la ciudad.  Para amenizar el incidente enciendo la radio del coche. No me gusta lo que escucho en las emisoras de radio así que abro la guantera. Encuentro un casete que le grabé  cuando se sacó el carnet. Me hizo gracia que lo siguiera conservando y lo pongo. La primera canción: “Grita” de Jarabe de Palo.

–          ¡Me encanta esta canción!- exclamo emocionada y comienzo a cantar – “Hace días que te observo y he contado con los dedos cuantas veces te has reído. Una mano me ha valido.”

–          “Hace días que me fijo, no sé que guardas ahí dentro y a juzgar por lo que veo, nada bueno, nada bueno” – continúa él y empezamos un dueto improvisado.

Cantamos a voces. Estoy segura de que los demás coches pueden oír el horrible concierto que estamos dando pero me da igual. La canción acaba pero le siguen otras que nos entretienen de la misma forma. Las canciones se suceden y seguimos cantando y riendo. En un momento, reparo que una señora de mediana edad cuyo coche está parado junto al nuestro nos mira divertida. Somos la envidia de la carretera. Pero llega Amaral.

–          Esta canción no me motiva. – le comunico algo decepcionada.

–          A mí tampoco.- corrobora. – Además mi garganta no da para más.

–          Mira que cantamos mal…

–          Tú no cantas mal. Al menos tienes oído. ¡Yo ni eso!

Es guapo, simpático, buena persona, divertido… pero canta fatal. Algo malo tenía que tener.

–          Espera. – dice pensativo. -¿Oyes eso?

Agudizo el oído. “Otra, otra” corean unos niños en el coche que da a la ventana del conductor. Me entra un ataque de risa que casi provoca que  se me salten las lágrimas. Él se contagia de mi risa.  Por fortuna, el tapón se deshace y los coches comienzan a circular. Bajamos la ventanilla y saludamos a los niños con la mano a modo de despedida. Por fin llegamos a la ciudad.

–          Y ahora, ¿qué? – pregunto aún riendo.

–          No sé. ¿Qué quieres cenar?

–          Lo que sea. Me muero de hambre. O encontramos algo rápido o mañana publicarán el caso del chico que fue devorado por su novia.

Es viernes pero los restaurantes ya no tienen mesas. Es casi la una de la madrugada. De pronto encontramos por una callejuela una especie de taberna de un morito que vende kebab 24 horas. Compramos dos kebabs y agua y buscamos algún sitio donde comerlo. Acabamos en un banco con vistas al río. Aunque la escena era bastante pintoresca, el paisaje era bonito. Él se da cuenta de que un escalofrío acaba de hacerme temblar. Se quita el abrigo y me lo coloca sobre los hombros, encima del mío.

–          No sabes como siento haber acabado así. – se disculpa.

–          Pues yo no. – digo con una gran sonrisa. – Me está pareciendo una noche divertidísima. De esas que vamos a recordar siempre.

Me mira y se empieza a reír.

–          Esta es una de las cosas que más me gustan de ti. – me dice. – Que contigo la vida es muy imprevisible. Eres una caja de sorpresas.

–          Sabes que soy muy feliz contigo, ¿verdad? – cambio de tema sin borrar la sonrisa de mi boca.

–          Me encanta verte feliz. – responde con otra gran sonrisa. La cegadora que tanto me gusta. – Y espero que me sigas haciendo feliz a mí también muchos años.

Y allí estábamos los dos. Muertos de frío pero contentos, muy contentos. En momentos como este me doy cuenta de que se puede ser feliz con muy poco. Con él a mi lado, a mí me sobra.