Bilbao, mayo.

Le quería. Ese único, simple y, paradójicamente, complicado motivo por el que seguía escuchando la locura que me estaba proponiendo.

–          ¡Vamos! – me animaba por enésima vez con una imparable creciente ilusión. – No tenemos nada que perder.

Allí sentada, al calor de sus brazos, no había sitio para la coherencia.

–          Oriol, llevamos dos meses saliendo. – dije tratando de poner cordura a la situación. – ¿y si nos peleamos?  Entra dentro de lo posible, apenas nos conocemos a fondo.

Su tono era tranquilo, había aprovechado la calma con la que estábamos acabando la jornada. Los dos habíamos tenido un buen día y parecía que por fin las cosas nos sonreían. Pero Oriol estaba aprovechándose del buen tirón para incentivarme a tomar una decisión que la efímera exaltación del buen humor no debía tomar.

Él llegó primero a casa. Había cocinado y comprado vino para contarme sus cambios en el contrato: por fin le habían hecho indefinido. Yo también tenía buenas noticias pero aguardé a que él acabara de soltar toda su felicidad. Estaba pletórico. No solo por el trabajo; aunque no hubiera dicho nada, yo sabía que estaba contento por alguna otra razón. Esto solo era el colofón a tanto tiempo del cultivo de una felicidad que había tardado años en aflorar. Decidimos acabar la botella de vino en el sofá.

–          Yo también tengo algo que contarte. – decidí hablar por fin.

Me levanté un momento, cogí un impreso del bolso y comencé a leer.

–          Un dormitorio, baño, amplia cocina, luminoso, con una pequeña terraza… Y lo mejor es que está a dos calles de aquí.  – y exclamé mientras reía.-  Por fin te voy a dejar en paz.

Cuando alcé la mirada para encontrarme con la suya sentí como si hubiera roto el cristal de su felicidad. Permanecía inmóvil mirándome de manera muy extraña. No sabía por qué pero él no encontraba tan genial la terraza y los pocos gastos de comunidad.

–          ¡Reacciona, Oriol!

–          No te vayas. – soltó.

–          ¿Qué? – me extrañé.

Se acercó más mí y me cogió por los brazos. Me miraba directamente a los ojos.

–          Quédate a vivir conmigo. – repitió en otros términos.

–          Estás loco. – sentencié riendo una vez más.

–          Te hablo en serio. Estamos bien, ya nos hemos acostumbrado  a vivir juntos y no hay problemas. – se reafirmaba en su idea.

–          Oriol, por favor, piensa lo que estás diciendo. – me puse seria tratando de hacerle recuperar el sentido común.

–          Llevo pensándolo muchos días. – se acercaba cada vez más. – No quiero que esta sea mi casa. He estado demasiado tiempo solo y jamás había conocido a nadie que llenara ese hueco como tú. Quiero que sea nuestra casa.

A decir verdad yo estaba muy contenta con nuestra vida en común pero traté de buscar otro piso lo antes posible por él. No debe de ser muy cómodo que una persona que desconoces a medias se instale en tu casa. Sabía que él comprendía mi situación y al principio me trataba con una hospitalidad digna de un galán. Poco a poco, la confianza se fue abriendo paso hasta obviar por completo las razones por las que yo había acabado allí. Sin embargo, yo seguía buscando otro sitio, no quería molestarle más y, cuando lo encuentro, me viene con estas. No entendía nada.

–          ¿Eres feliz? – preguntó de repente.

–          Claro que sí. – respondí en mitad de la confusión.

–          Yo también. Mucho. Nunca imaginé que se pudiera ser así de feliz. Solo quiero que esto dure más, hasta que aguante. No quiero forzarte a nada; no habrá ningún compromiso que no quieras firmar. Solo te pido que alarguemos todo lo que estamos viviendo. Cuando quieras dejarlo, lo dejamos. No hay nada que perder: si discutimos te prometo que ese mismo día busco una solución y cada uno por su lado.

Yo le miraba con ojos incrédulos. Oriol era una persona muy reservada, le costaba expresar lo que sentía. Sabía de su cariño hacia mí por sus actos, muy pocas veces por sus palabras. Desconocía lo que estaba ocurriendo esa noche dentro de su cabeza; algo fuera de lo normal, desde luego, que le estaba haciendo hablar entre el desvarío y la completa sinceridad. Yo le quería. Era pronto para decirlo quizá pero no para sentirlo. Esa era la única razón por la que me resignaba a negar su propuesta. Yo vivía con el pánico a salir de su casa, a romper nuestra vida en común pero tenía que ocurrir. Oriol había perdido completamente la cabeza aquel día y, lo peor de todo, es que me encantaba. Me iba a lanzar a una piscina con escasos centímetros de profundidad pero me daba igual; lo único que me importaba era que él frenara mi caída.

–          Pagamos las facturas a medias para estar a igualdad de condiciones si es lo que te preocupa. – tiró de su último recurso de argumentos para convencerme.

–          Vale. – susurré aún confusa.

No dijo nada. Ninguno de los dos podíamos creer lo que estábamos haciendo.

–          Vale. – repetí un poco más alto.

Me abrazó. Notaba como sus poros volvía a irradiar felicidad, un contento que se mezclaba con los nervios que estaba pasando ante mi posible negativa. Me sentí querida. Por primera vez en mi vida, alguien valoraba mi presencia. A mis padres nunca pareció importarles que rehiciera mi vida a 400 kilómetros; mis amigos aceptaron, con más o menos resignación, mi marcha; pero nunca nadie antes me había pedido con tanta insistencia que no me fuera. Oriol me quería. No tenía que decirlo, yo lo sabía.

–          Soy muy feliz contigo. – le dije cuando me hubo soltado de su intenso abrazo.

Como buen hombre de pocas palabras, no dijo nada. Simplemente me besó, dejando que, una vez más, fueran sus acciones las que tomaran la palabra. Como dijo Platón: “La mayor declaración de amor es la que no se hace; el hombre que siente mucho, habla poco”.

Leave a comment