Bilbao, septiembre.

Viene de: https://hegalegiten.wordpress.com/2012/11/05/bilbao-abril/

Culpa: imputación a alguien de una determinada

acción como consecuencia de su conducta.

Esta es la definición sacada de la Real Academia de la Lengua Española. Muchas veces me pregunto si yo era quien generaba el sentimiento de culpabilidad que Oriol cargaba cada día. Unas veces me digo que no, que la culpa después de obrar mal nace por generación espontánea. Pero otras veces me planteo si he sido un agravante de los cargos que su conciencia le recrimina. Por supuesto, no deja de ser él el responsable de que esa culpa exista, es él quien arrastra el alma manchada, pero soy yo la que se siente culpable cuando pienso que le presionaba demasiado. El episodio de la noche en que me despertó llorando. Ya tenía suficiente con su propia moral martilleándole el cerebro y yo seguía atacando sus acciones. Estaba siendo cruel pidiéndole que rindiera cuentas ante mí cuando, en realidad, era con Dios con quien tenía deudas.

Me vienen a la mente conversaciones como la siguiente y los fantasmas de la culpa vienen a visitarme.

–          Sí, sí. Mucho ganar amistosos pero luego la cagamos siempre.

Era domingo y habíamos salido de copas con unos amigos la noche anterior. Decidimos aletargar en el salón como método para combatir la resaca. Yo estaba leyendo la sección deportiva de mi periódico (y digo “mi periódico”, cosas que tiene ser una pareja con ideologías tan distintas). La selección española había ganado a la alemana por tres goles a uno en un partido amistoso la noche anterior.

–          ¿Ganasteis anoche? – se interesó Oriol.

–          Sí. – respondí. Y al reparar en la segunda persona que había empleado añadí en tono sarcástico. – Se me olvidaba que no es tú selección.

–          No empecemos… – suspiró.

No solíamos sacar el tema pero cuando salía a relucir acabábamos enfrentados en un ciento por cien de las veces.  Después de aquellas acaloradas discusiones siempre le decía que un día acabaríamos como aquellos de Puerto Hurraco.

–          Tengo una curiosidad. – anuncié.

–          Miedo me das… – dijo haciendo una mueca bromista.

–          Pongámonos en un supuesto. – comencé – Imagina que va a suceder una catástrofe horrible sobre toda Europa.

–          Una catástrofe… – repitió. Estaba alucinando ya y no había hecho más que empezar.

–          Sí, yo que sé, una espantosa crecida del mar o que un meteorito va a impactar justo contra nosotros.

–          Estás trastornada. – reía.

–          A lo mejor, pero tú imagínatelo. No es tan difícil. – y proseguí con mi cuento. – Estados Unidos o quien sea nos ofrece la posibilidad de escapar. Fletarán un barco por país para que todos los habitantes evacúen el territorio y se salven. Por lo que sea (mi inventiva ya no da para más) tú eres quien debe elegir entre dos barcos: uno grande donde caben todos los españoles u otro más pequeño en el que sólo caben los habitantes de Euskadi, contando con los navarros y los vascofranceses. ¿Cuál eliges?

–          Uf, ¡vaya papeleta! – exclamó

–          Cuenta con que si escoges el pequeño, la independencia está asegurada. – eché más leña al fuego. – Y que si te dejas a alguien, morirá.

–          No sé… – dijo pensativo. – Tendría que pensármelo.

–          ¡Oriol! – salté.

–          ¿Qué? Tú me preguntaste, yo sólo te contesto con sinceridad.

–          ¿En serio te lo pensarías?  – pregunté, incrédula.

–          Eso he dicho – se reafirmó en su idea. – Si me voy sólo con los míos, se acaba la guerra.

–          Acabar con cuarenta millones de personas. Bonita forma de acabar una guerra.

–          ¿No eras tú la que querías que acabara la guerra? – trató de desviarme del tema central de la conversación.

–          Ya sabes que para mí no existe tal guerra. – le recordé. – Estás mal de aquí. – dije poniendo el índice sobre una de mis sienes.

–          ¿Entonces por qué me quieres? – preguntó desafiante.

–          Por lo que llevas aquí. – y cambié mi mano a su pecho. – Pero asusta pensar que lo que llevas en la cabeza pringue lo que hay aquí.

De pronto, se puso serio. Cogió la mano que tenía apoyada en él y la apretó con fuerza.

–          A mí también me da miedo.

Aquello me dejó sin aliento.

–          Oriol, ¿por qué no acabas con esto? – le insté. – ¿De verdad crees que te compensa luchar mientras llevas una guerra dentro aún más dura?

–          Ya no puedo. – dijo. – No puedo volver atrás. Ninguno de los dos bandos me lo permitiría. Prefiero morir combatiendo que perder la vida por rendirme. Además mi guerra interna no acabaría aunque dejara el Grupo. Voy a tener que lidiar con ella el resto de mi vida.

–          ¿Cómo vas a hacerlo? – me intrigué.

–          Intentando no pensar en ello y midiendo mis pasos. No excediéndome en mis actos ni en el odio.

Bien pensado, Oriol tenía razón. Este juego no estaba planteado para poder dar marcha atrás y, en vez de luchar contra lo inevitable, prefería morir como un héroe.

–          ¿Sabes lo que peor llevo? – le confesé – Que yo estoy en el otro lado. Me gustaría pensar como lo haces tú, vería todo más claro y no temería por ti. Porque temo por ti, ¿sabes? Pero no es así, yo entro en el barco grande.

–          No dejaría que te quedaras. – objetó haciendo referencia a mi historieta de la catástrofe.

–          Sí, Oriol. Lo haces cada día. – expliqué – Nadie me garantiza ser inmune a que un día vaya por la calle y me alcance el impacto de un coche bomba, o una bala perdida. Tú les apoyas, respaldas sus acciones.

Describir nuestra horrible realidad hizo que él se trastocara. Sus ojos se llenaron de unas lágrimas que él trataba por todos los medios que no afloraran. ¡Qué dura había sido! En el preciso momento en que iba a abrir la boca para decir cualquier cosa que destensara el ambiente, Oriol se me adelantó.

–          Estoy cansado de que digan que los etarras son asesinos que matan a inocentes con razones infundadas como excusa. – empezó a sincerarse sin perder su habitual calma a la hora de tratar temas tan delicados como este. – Según tú, la Guerra Revolucionaria no es sino un grupo de gamberros poniendo bombas por la esquinas.

Hizo una pequeña pausa, supongo que para encontrar las palabras correctas y colocarlas en un orden que hiciera más fácil la tarea de comprender sus pensamientos.

–          Sofi, ¿alguna vez has oído hablar de las torturas del Estado? – y se apresuró a añadir, sin darme lugar a respuesta – Antes de que me digas que no existe, que se erradicó hace años quiero preguntarte cómo tienes la certeza de que sea así.

–          Por las mismas, ¿cómo tienes tú la certeza de que existe? – dije utilizando su propio argumento en su contra.

–          Porque yo conozco a una persona que lo sufrió.  – no quiso hacer más hincapié en el tema y prosiguió.-  Pero no es eso lo que quería decirte. El Estado lleva la guerra por debajo de la mesa, parece que no está, pero sólo lo parece. Vale que la hayamos empezado nosotros pero ellos han respondido en su favor. La tortura, las condiciones de las cárceles que no son iguales que las del resto de presos….

–          Tampoco tienen la misma imputación que los demás reclusos. – rebatí.

–          Puede. Pero me juego el cuello a que a un policía no se le ocurre freír a tiros a un violador de niñas, y, aunque no derrame ni una gota de sangre, me parece un crimen aún más duro porque el violador condena a las niñas a vivir una vida atormentada, con mucho más dolor que un tiro en la sien. Sin embargo, si un día yo tuviera que huir ante una redada (porque intentaría escapar, tengo mala conciencia pero no soy un suicida) te aseguro que los nacionales no dudarían un minuto en ametrallarme si fuera necesario.

–          No digas eso… – dije asustada. La simple idea me daba ganas de echarme a llorar.

–          Lo que quiero que entiendas es que ellos, por llevar uniforme y ser la supuesta representación de la ley, parecen tener el derecho a utilizar las armas cuando les plazca alegando defensa propia y nosotros, no sólo se nos condena por nuestros actos sino también por nuestra ideología. En la mayor parte de España nos consideran unos malnacidos.

–          Sigue sin estar justificada la violencia, para nadie. Ni para la Organización ni para el Estado. En última instancia tenemos que darnos cuenta de que somos seres humanos, ante y sobre todo. – mi voz estaba cascada por el miedo y me temblaban los dedos.

–          Ya lo sé. – respondió mientras cogía mi mano. – Desde la primera vez que aprietas un gatillo, estás condenado de por vida. No me hace falta ninguna cárcel para darme cuenta de lo grave que es lo que he cometido. Pero como hemos hablado muchas veces, no puedo darle la vuelta a la hoja.

–          No puedes corregir el pasado pero sí anticiparte al futuro.

–          Para mí no hay futuro, Sofía. – insistía – No tengo más salidas que la cárcel o la muerte.

–          No… – balbuceé, no me salían las palabras.

–          Por eso sigo luchando, aunque no me guste la forma en que lo hago. No soy ningún asesino.

Me eché a llorar. Llegados a estos extremos ya no sabía ni qué pensar ni qué creer, no sabía nada. Oriol se acercó para rodearme con sus largos brazos. Cuando mi respiración pareció normalizarse, se separó un poco.

–          Cuando yo era pequeño, había una taberna debajo de mi casa en la que mis padres y yo siempre íbamos a la caña de después de la misa del domingo. En aquel barucho, pasaba las horas un viejete que no tenía otra afición que soltar sermones a todo el barrio. Una vez, fui allí con unos amigos y una chavala que hacía las veces de mi novia, tendríamos unos quince o dieciséis años. La chica no paraba de sobarme por todas partes y de besuquearme como si no hubiera mañana. Cuando logré deshacerme de ella, fui al aseo y en esas aparece el anciano y me dice: “Cuando encuentres el amor, el de verdad, protégelo y cuídalo como si fuese tu propia vida porque te aseguro que será lo único verdaderamente bueno que te va a dar el cielo.” Aquella misma noche dejé a la chica, que no hacía más que llorar. Me di cuenta de que no estaba por la labor de cuidarla como a mi vida porque no lo sentía así. Pensé que lo mejor era dejarla libre para que encontrara a su amor, el de verdad. No volví a tener ninguna novia porque las palabras del viejo me machacaban. Llegué a pensar que tenía miedo al compromiso como solían decirme todas las chicas que se acostaban conmigo con la esperanza de llegar a algo más. Entonces, apareces tú. Y ahora, cada vez que te miro, pienso en el consejo aquel y sonrío. Y paso miedo pensando que no estoy protegiéndote ni cuidándote todo lo que debiera. Esa doble misión se ha convertido en mi verdadera obsesión. No me creerías si te digo que hasta he pensado muchas veces en entregarme y acabar con esto pero no puedo. La cárcel no me asusta pero dejarte sola sí.

Volví a llorar, más fuerte y con más dolor que la primera vez. Si yo no me hubiera metido en aquel paraguas, a lo mejor Oriol habría dejado la Organización. Si no me hubiera acercado a él, algunas vidas (no sabía cuantas) no habrían sido entregadas.  Si no me hubiera besado aquella primera vez, él no tendría que cargar con la cruz de su conciencia por más tiempo.

La idea de dejarle, apartarme de él me rondó la cabeza muchas veces. Pero no me sentía capaz. Si lo hacía, cabía la posibilidad de que Oriol se entregara, o quizás que se hubiera dejado por completo a ella y matara por mero despecho. Sin embargo, era puro egoísmo lo que me echaba para atrás cada vez que me lo planteaba. No podía vivir sin él. “Es mi amor, el de verdad. Tengo que protegerle y cuidarle como a mi vida porque es lo único verdaderamente bueno que me va a dar el cielo”.

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