Bilbao, noviembre.

Viene de: https://hegalegiten.wordpress.com/2012/11/02/bilbao-febrero-2/

Al cabo de unos meses, nuestra relación empezó a tomar forma. Empezamos a quedar más y a conocernos a fondo, aunque de pronto, desaparecía un par de semanas sin avisar y reaparecía como si nada hubiera ocurrido. Eso me mosqueaba sobremanera pero, llegados a un punto, dejó de importarme. Nunca fuimos amigos, tampoco nos hizo falta.

“Ding dong”. Pulsé un par de veces el timbre de su casa aquella lluviosa y horrible noche de noviembre. Abrió la puerta y me encontró en el rellano de su casa con una maleta enorme, empapada de lluvia y con la cara inundada en lágrimas.

–          ¡Sofía! – exclamó asustado. -¿Qué ha pasado?

No pude decir nada, sólo me salía llorar. Se acercó, hizo que dejara el equipaje en el suelo y me abrazó.

–          No tengo a donde ir. – conseguí decir entre sollozos. – Mi casera me ha echado. No tengo a donde ir. – repetía una y otra vez.

–          Tranquila. – dijo sin soltarme – Puedes quedarte aquí. No llores, anda.

Entré y Oriol preparó café para los dos. Me trajo unas toallas para que pudiera secarme de tanta lluvia. Yo le repetía constantemente que sólo serían un par de días pero él insistía en que no le importaba tenerme en casa todo el tiempo que fuera necesario, típica fórmula de hospitalaria corrección. Nos quedamos un rato largo en el salón despotricando contra mi casera y, al final, consiguió hacerme reír. Cuando quise darme cuenta, estábamos compartiendo cama.

Nunca llegó a reconocerse como tal. Supongo que pensó que si lo hacía yo pasaría de las meras cavilaciones a convertirme en cómplice. Nunca me lo llegó a reconocer pero yo tenía la absoluta certeza de que pertenecía a la Organización.  La discreción para ellos no es una simple regla: es una ley de supervivencia. No podían dar ningún indicio de pertenecer a ella, cualquier detalle tonto descuidado podía ofrecer la posibilidad a la policía de desarmar un comando completo. Por eso, Oriol, en un primer momento, nunca hacía comentarios respecto a la Organización, y si me apuras, él mismo disimulaba con comentarios despectivos hacia ella cuando aparecían noticias en relación en la televisión. Sin embargo, no me fue necesaria la información de su parte para averiguarlo. No era lo que salía de su boca lo que más hablaba.

Cierta vez, estábamos en casa. Su casa se convirtió en la mía tras muchas insistencias en que no me marchara. Oriol podía llegar a ser muy terco y, por no luchar contra su testarudez, acabé instalándome con él. Miento, no sólo fue su cabezonería lo que hizo que me quedara. El caso, que estábamos preparando la cena. Oriol limpiaba la merluza mientras yo cocinaba la salsa que la acompañaría cuando, de pronto, se fue la luz.

–          Creo que no sólo hemos sido nosotros. – comuniqué al fijarme por la ventanita de la cocina que el resto de viviendas tampoco estaban alumbradas.

–          Iré a por una linterna. – anunció él.

–          No, espera. – le detuve. – Vas a deja el olor a pescado por toda la casa. Dime dónde está y voy yo.

–          En el cajón de mi mesilla. – y añadió. – En el de la derecha.

A tientas, llegué al dormitorio y palpé el pequeño mueble hasta encontrar el tirador. Sin embargo, tanteé mal y abrí el cajón equivocado. Justo en ese momento volvió la luz como por arte de magia y descubrí que no era una linterna lo que guardaba allí: era una Parabellum. Me quedé helada, no pude ni quise moverme. Reaccioné, cerré el cajón despacio, nada más. Noté que había alguien mirándome y cuando me giré me encontré con la figura de Oriol bajo el marco de la puerta, que parecía haberse quedado tan congelado como yo hacía un momento. Nos miramos fijamente el uno al otro sin saber ninguno qué hacer ni qué decir. Di el paso yo y  abrí la boca.

–          Se nos va a quemar la salsa.

En el verano anterior a comenzar la carrera, leí un libro de Cristóbal Zaragoza titulado “Y Dios en la última playa”. Lo encontré por casa y, durante unas vacaciones con mis padres en Fuengirola, fue mi único pasatiempo. En él se encuadra una historia en el contexto de la banda terrorista más activa en nuestro país: la ETA. Me costó bastante asimilar todos los conceptos que en aquella novela se exponían. Me llamó la atención la manera en que describía la imposibilidad de una vida amorosa fuera de la banda que tienen sus integrantes. “Si median mujeres te va a resultar mucho más difícil escapar, a no ser que sean de toda confianza” decía uno de los personajes, “ Tu amor tiene que estar puesto en el grupo, en el comando, en la Organización, que es la que decide, la que vela por ti y tus compañeros. Desconfía hasta de tu propia mujer. Puede resultar traidora, imprudente o estúpida.”  A los dieciocho, aquel pasaje me pareció una obviedad, una chorrada. Creía que era algo evidente que la mujer de un etarra lo era también o, si no lo era y se llegaba a enterar, lo abandonaría. “Nadie quiere estar casado con una asesino”, pensaba yo en mi inexperto y joven fuero interno. Ese verano yo estaba saliendo con un niño pijo de ICADE del cual yo creía estar enamoradísima: Joaquinito.  Mi punto de referencia amoroso estaba en él con lo que, si el tal Joaquín resultaba ser un terrorista, lo plantaría en aquel preciso instante sin dudarlo (El muy hijo del mal me puso los cuernos con mi mejor amiga del colegio. Aquel verano me quedé sin novio y sin mejor amiga de un solo plumazo). Sin embargo, con Oriol era todo muy diferente. Comprendí que Papadoc – el personaje del libro – no decía ninguna sandez. Hubo un punto en el que no lograba entender a qué juego juagaba Oriol conmigo. Cabía la remota posibilidad de que él no se hubiera dado cuenta de que yo sabía en lo que andaba metido, pero era muy improbable. También podía ser que su verdadero amor fuera una compañera de comando y que yo me limitara a ser una tapadera de cara al mundo exterior. Deseché esa divagación cuando reparé en que yo sabía demasiado como para no resultar un peligro para él mismo y para sus compañeros. Sólo me quedaba una: confiaba ciegamente en mí. “A no ser que sea de toda confianza”, recordaba cuando las dudas me asaltaban. Pero, ¿y yo? ¿Por qué no le había dejado ya? Oriol era una representación de lo que yo más odiaba, la violencia. ¿Por qué no me había alejado de él cuando empecé a descubrir todas estas cosas? La respuesta era fácil de decir pero difícil de sobrellevar: me había enamorado de él, y esta vez era de verdad.  Cada vez que pensaba en la situación en la que estábamos me invadía una angustiosa sensación de impotencia. Era la encubridora de un terrorista que no se reconoce como tal. Claro quedaba que no podía traicionarle por tres razones: no tenía ninguna prueba fehaciente para acusarle sino mi mera intuición y ciertos actos y comentarios suyos que no estaban registrados más que en mi memoria; si le denunciaba, yo caería como cómplice por haberle cubierto las espaldas durante los años de nuestro noviazgo; y tercero, y más importante, le quería tanto que no hubiera hecho lo que fuera necesario para que no le apartaran de mí bajo ninguna circunstancia. En un principio, me pareció divertido el juego de pistas. Sentía la aplastante curiosidad de saber qué tramaba cuando desaparecía de repente, o qué escuchaba tan atentamente en aquellas conversaciones telefónicas que tan importantes eran para él. Después del episodio de la pistola, las ganas de saber más mermaron de golpe y preferí acogerme a la cálida luz de la ignorancia. Había llegado demasiado lejos, sabía cosas que no debía saber y que no hacían más que ponernos en peligro a los dos. Conseguí entender por qué Oriol se negaba a que yo accediera a sus más profundos pensamientos y, de forma radical, fui yo quien decidió no indagar más.

Los días a su lado pasaban y en mi cabeza las cosas se iban complicando más y más.

–          No puedo más – solté de sopetón un jueves noche normal mientras veíamos la tele.

–          ¿No puedes más de qué? – preguntó Oriol con expresión extrañada.

–          Sé en lo que estas metido. – confesé a bocajarro. – Siempre he odiado a la gente como tú que sobrepone sus ideas al derecho que tenemos todos a vivir. No puedo seguir fingiendo que las cosas van bien porque mi moral no me deja dormir por las noches, porque me machaca diciendo que ignorar el problema no hace que este desaparezca. No puedo mirar hacia otro lado y quedarme de brazos cruzados mientras la persona que duerme a mi lado lleva una doble vida.

Oriol se acercó a la mesa, cogió el mando del televisor y lo apagó. Con mucha calma, se sentó en el sofá arrimándose más a mí.

–          Sofi, en contra de lo que tú crees, los miembros de la Organización no son asesinos. – dijo sin incluirse en el plural. –  Siguen la Guerra Revolucionaria y en esta, como en todas las guerras, se derrama sangre. ¿Tú considerarías a un soldado un asesino? – preguntó retóricamente. – Pues los militantes no son sino soldados.

–          Esto no es una guerra.  – afirmé categóricamente – Sólo lucháis vosotros. Yo no veo que el otro bando mate a inocentes.  Dos no pelean si uno no quiere.

–          ¿De verdad crees que ellos no quieren pelear? – rebatió. – Si no lo quisieran, habrían liberado Euskadi hace mucho tiempo. Mira, podríamos compararlo con la Guerra de la Independencia, la de 1808. Los españoles lucharon contra los que les oprimían para devolverle la libertad a su país.

–          El gobierno no oprime al País Vasco. ¿O acaso el resto de los españoles sacamos la fusta para flagelar a los vascos cuando les vemos?

–          Los franceses tampoco esclavizaron a los españoles y ellos siguieron luchando por su patria. – objetó sin perder la calma.

–          Piénsalo, Oriol. – traté de hacerle entrar en razón. – España era independiente antes de que vinieran los franceses. Euskadi nunca ha sido un país, ha sido y sigue siendo España.

–          ¿Y Cataluña? – dijo cambiando el rumbo de la conversación.

–           Cataluña tampoco. Bueno, – rectifiqué. – pueden alegar que fueron independientes antes de los Reyes Católicos, eran independientes los Condados Catalanes del Reino de Aragón.

–          ¿Te suenan los vascones? Eran independientes antes de los romanos.

–          ¡Joder! Si nos ponemos así, los cántabros también lo eran y que yo sepa no se ha quejado.  – refuté

–          Tontos ellos. –  replicó entre risas.

Clavé mi mirada en él, muy seria. Oriol seguía con una sonrisa dibujada en su cara y, ante mi cara de cabreo, se convirtió en una risita leve. Siempre decía que mis caras serias eran las más divertidas.

–          Que sepas que sigues sin convencerme. – declaré. – Mis noches de insomnio necesitarán algo más persuasivo.

Su risa se apagó y, algo más serio, acercó su cara a la mía.

–          Yo nunca te haría daño. – susurró.

–          No me preocupa lo que puedas hacerme a mí. – dije bajando mucho el tono hasta que se convirtió casi en un murmullo. – Me preocupa convertirme en la pasividad que yo tanto he criticado.

–          Está bien. – accedió de pronto, manteniendo el volumen de su voz al mínimo. Escasos milímetros separaban nuestras caras. – ¿Qué vas a hacer, pues?

¡Qué listo es el cabrón! Sabía donde estaban mis limitaciones y acababa de hacer que me empotrara contra ellas. Estaba atada por el cuello.

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